El pecado de disentir
CARLOS BLANCO. Tiempo de Palabra
Los procesos de Caracas
Dos próceres de la revolución, Roberto Hernández y Francisco Ameliach, han mostrado, como pocos, las entrañas del monstruo en el cual pernoctan. Uno, venido de las filas de la izquierda, de los comunistas; otro, lanzado a la política desde la derecha militar. El primero, de las viejas generaciones; el segundo, de las más nuevas. Aquél de la civilidad; éste, de la milicia.
Ambos dijeron e hicieron. Fueron desautorizados y abandonados. Mandaron largo a paseo los apoyos recibidos, para, finalmente, terminar desdiciéndose, arrepentidos tal vez, y humillados. Ayer eran dirigentes reconocidos; hoy, han sido convertidos por Chávez en figuras menores, dóciles para la autocrítica y el recule.
SUS PECADOS
Estos dirigentes se mostraron críticos hacia la forma en la cual se está llevando a cabo el proceso de construcción del Partido Único. Tal vez no era una disonancia de fondo, sino de tiempos y oportunidades. Debe recordarse que el dirigente comunista se distancia de su partido, el PCV, precisamente porque éste no quiso evaporarse en beneficio del nuevo partido que vendría. En igual falta incurrirían Podemos y el PPT.
Conversaron con los diputados, colegas y compañeros de aventura, los cuales mayoritariamente compartieron sus puntos de vista. Se elaboró un documento que fue entregado a Jorge Rodríguez, como el canal más expedito para hacérselo llegar al Comandante en Jefe.
Un buen día, Chávez informa en un acto público en el Poliedro que hay un "hablador de pistoladas" que anda recogiendo firmas y al que ha resuelto pasar a una comisión disciplinaria, que él ha nombrado, para que le apriete las tuercas. La Comisión, encabezada por Diosdado Cabello, se reúne y considera las graves faltas cometidas por el mayor retirado, lo sacan de la coordinación del grupo parlamentario y de la Comisión de Defensa.
El tema de la carta se hincha porque allí se evidenciaría un "pronunciamiento" crítico hacia Chávez. Además, Ameliach ya había presumido de su poder dentro de la FAN, porque su promoción ya estaría al mando de las unidades más importantes. Hernández, por su parte, fue el vehículo para hacer llegar el documento al Vicepresidente, quien se lo comunicaría a su jefe.
Lo que habría sido un proceso normal en una democracia, en la cual un grupo de parlamentarios le dice a su camarada y jefe, el Presidente, dónde le aprieta el zapato, se convierte en causa de punición. El caudillo monta en cólera, considera su autoridad desafiada, se convierte en fiscal acusador, en quien designa los jueces y adelanta la sanción.
EL PROCESO
La reacción de Chávez es tan brutal que genera una reacción, especialmente porque sus lugartenientes más sumisos se convierten en gratuitos verdugos de sus camaradas. Iris Varela y Luis Tascón expresan solidaridad con el militar sitiado por el Jefe, lo cual revelaría que otros diputados andaban en lo mismo.
Una vez desatada la furia presidencial se han tenido declaraciones reveladoras del tamaño del tumor bolivariano y de su pestífera naturaleza. Ameliach y Hernández son marginados por sus, hasta ayer, confiados amigos. Se ven obligados a declarar que la carta no existió. Esa carta, poco a poco, fue dejando de serlo; ya no tenía remitente ni destinatario; más adelante, carecía de páginas; pronto se redujo a diez líneas; al poco rato no tenía las 149 adhesiones; en la noche ya no estaba escrita con tinta firme y en la madrugada el papel era, apenas, el recuerdo de un papiro disuelto al contacto con el fétido aire de la oficina a la cual nunca fue trasladado. Con humillada sorna el diputado Hernández dijo: "si Chávez dice que no hay carta, no hay carta".
El militar retirado no sólo dijo que se arrepentía de haber siquiera pensado que el PSUV es un inmenso desastre, sino que muy jubiloso renunció a sus posiciones por voluntad propia, y, más aún, está feliz de haber sido sometido a la Comisión Disciplinaria ante la cual deberá reconocer sus terribles errores; especialmente el haber negado al Maestro antes de que el gallo cantara tres veces.
Cuando se piensa en unos cuantos de los viejos comunistas venezolanos se encuentra reciedumbre, aun en medio de sus terribles equivocaciones. No es posible imaginar, por ejemplo, a un Pedro Ortega Díaz, hombre honorable y humilde, hacer estas contorsiones porque un militar mandón lo obligara a tales actitudes. No debería ser posible imaginar a dirigentes que realmente se respetaran, aun siendo de origen militar, con un espinazo de goma tan flexible como para hacerse cómplices de su ajusticiamiento. La ironía es que ahora toca el turno a Iris Varela y a Luis Tascón, quienes se han atrevido a disentir de los procederes del caudillo. Lo de Tascón es patético e imagen de lo que suele ocurrir en estos bochinches: de afamado y eficiente verdugo, Robespierre de quinta, pasará a ser discreta carne de guillotina bolivariana.
LA ENFERMEDAD
La disidencia democrática se queja, con razón, de la liquidación de la libertad de expresión. Lo que no siempre se advierte es que esta pérdida también la sufren los oficialistas que, lentamente, ven refrenadas sus opiniones y su participación.
En el país se levanta una monstruosidad política, social y ética, sin precedentes, en la cual el silencio de propios y ajenos va cubriendo al país como un vaho baboso y peludo que se posa en el alma nacional.
Entre 1936 y 1938 ocurrieron "los procesos de Moscú" en los cuales Stalin se echó al pico lo más florido y talentoso de la vieja guardia bolchevique. Muchos de ellos también "confesaron" sus "errores" contrarrevolucionarios. Terminaron vueltos unos miasmas morales y, por añadidura, fueron ahorcados. Nicolai Bujarin, bolchevique e importante teórico marxista, terminó su confesión, en 1938, así:
"Ahora quiero hablar de mí mismo, de los motivos que me llevaron a arrepentirme. Ciertamente, hay que decir que las pruebas de mi culpabilidad juegan también un importante papel. Durante tres meses permanecí encerrado en mis negativas. Después inicié el camino de la confesión. ¿Por qué? El motivo estriba en que, durante mi encarcelamiento, pasé revista a todo mi pasado. En el momento en que uno se pregunta: "Si mueres, ¿en nombre de qué morirás?", aparece de repente y con sorprendente claridad un abismo profundamente oscuro. No había nada por lo que mereciese la pena morir, si pretendía hacerlo sin confesar mis errores. Voy a acabar pronto. Estoy hablando, quizás, por última vez en mi vida. Quiero explicar cómo llegué a la necesidad de capitular ante el Poder Judicial y ante vosotros, ciudadanos jueces. Nos alzamos contra la alegría de la nueva vida, con métodos de lucha completamente criminales..."
Ejemplo entre miles, de cómo estas revoluciones matan en vida. Sólo pueden conservarse en el silencio, el miedo, la obsecuencia y la adulación.
Ay, Chávez, ¡cuánta miseria procuras, a los tuyos y a los nuestros!
carlos.blanco@comcast.net
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