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martes, 4 de septiembre de 2007

Corrupción revolucionaria


Armando Durán
A nadie se le puede escapar la contradicción. ¿Revolución roja rojita y además corrupta? ¡Por favor! Sin embargo, esto es lo que el ministro Pedro Carreño, ante las denuncias formuladas por José Vicente Rangel, tuvo que reconocer en rueda de prensa el lunes 28 de agosto: la corrupción ha invadido el territorio de la revolución.

Guido Antonini Wilson fue un error en el sistema. En un principio, apenas eso, un accidente inesperado y casual.

Pero con el paso de los días y la insistencia de los medios de comunicación, ¡ah, los medios!, la peor maldición que persigue a la humanidad según denunció Hugo Chávez en Montevideo un día después del estallido del escándalo, la incautación del deplorable maletín ha comenzado a destapar la olla podrida de la corrupción de un régimen que, por definición, no podía ser corrupto sino todo lo contrario. ¿No fue acaso la lucha sin cuartel contra la corrupción el principal argumento de los golpistas del 4 de febrero para justificar su zarpazo a la democracia? Se imponía, pues, la necesidad oficial de silenciar el significado real de lo ocurrido, reducir el incidente a un simple ilícito cambiario, impedir por todos los medios, incluso, que el descuido y la torpeza del protagonista pudiera convertirlo en un incómodo chivo expiatorio. Cualquier cosa con tal de impedir que los 800.000 dólares interceptados en Buenos Aires sean el hilo que permita desenredar la madeja de la putrefacción que corroe el proceso de arriba abajo.

En el centro de este problema están, por supuesto, los malos hábitos. Nadie en su sano juicio podía admitir que en la Venezuela del antiguo régimen hubiera funcionarios públicos no corruptos.

Era una convicción irrefutable asociada directamente a esa impunidad sin límites, que había hecho del país una inmensa sociedad de cómplices. Ni siquiera se condenaba social o moralmente a los funcionarios corruptos. En definitiva, la riqueza petrolera parecía suficiente para anestesiar eternamente la conciencia de la mayoría de los venezolanos.

Nada más natural, pues, que en las cárceles no hubiera un solo responsable de aquel saqueo desenfrenado. Pero nada más natural tampoco, que a medida que el país se hacía más pobre y miserable, mayor fuera la indignación de los venezolanos de a pie. Vaya, que poco a poco, mientras más menguada se volvía la vida de los venezolanos, aquella distante “cosa pública”, tan ajena a los ciudadanos como la riqueza de los otros, transformó la retórica y la abstracción en peripecias muy concretas.

Y así, lo que esos innombrables políticos corruptos robaban, de pronto, dejaron de ser dólares sin rostro. Ahora eran los pupitres de estas escuelas, las medicinas de aquellos hospitales, la comida de mis hijos. En otras palabras, ya no se saqueaba un Estado siempre remoto, sino directamente el bolsillo de los venezolanos. Con el triunfo de Chávez en diciembre de 1998 había nacido la esperanza de que Venezuela, a partir de ese instante polémico de su historia, sería otra. No la de unos pocos desalmados, sino la de todos, como aún sostiene la presuntuosa propaganda gubernamental. El caso Antonini pone de manifiesto el error electoral de 1998 y el disparate de un gobierno que política y éticamente se parece cada día menos a lo que según sus voceros pretende ser.

La corrupción del régimen, sin embargo, no se limita a aprovechar la inexistencia de la Fiscalía, de la Controlaría y de la Defensoría del Pueblo para entrarle a saco a las arcas públicas, sino que va mucho más allá. A creer, por ejemplo, que el patrimonio de la nación es propio. Como cuando Chávez dice que “se me ha ocurrido imaginarme por allí” tal disparate, digamos, la ruta de la empanada, o regalarle un taladro petrolero a algún amigo latinoamericano.

Inauditos e inaceptable actos de improvisación, pero también hechos de corrupción flagrante. O cuando algunos venezolanos que se dicen socialistas, populares, patriotas y antiimperialistas, como el gobernador revolucionario de Cojedes, en lugar de acuerdo con su austero pensar socialista, pasa sus vacaciones en el hotel Llao Llao de Bariloche. ¿Ataques de la canalla, como insultó Chávez a quien osara disentir de su propuesta constitucional, o simplemente debilidad ideológica y ética? Quizá, si tiramos del hilo Antonini, esta sea la madeja que estaríamos deshaciendo implacablemente, sin remedio.

Una madeja muy poco revolucionaria y socialista.

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