Al Reves
Por Alberto Barrera Tyszka
Diario El Nacional
Esto de ver y escuchar al diputado Dugarte proponer, en la A sa mblea Nacional, que se aumenten "sustancialmente" las sanciones en contra de quienes usen indebidamente los símbolos patrios, es casi un furtivo homenaje a Salvador Dalí. El surrealismo del siglo X XI está en su mejor momento. En el país donde la suma de asesinatos es un brutal mareo diario, los representantes del pueblo reúnen angustias alrededor de una supuesta ofensa a la bandera nacional. "La patria es el hombre", cantaba, en cambio, Alí Primera.
Pero también el gobierno, delatando al menos alguna de sus prioridades, se ha dedicado a distribuir en todo los canales de televisión una propaganda donde, a ritmo de parranda, se asegura que todo aquel que ponga la bandera boca abajo es un villano, un bichito sin cédula de identidad, un traidor que "no quiere a Venezuela", que "ofende al país entero". No sólo se trata de una reacción evidentemente desproporcionada ante una manifestación popular, sea cual sea el origen de ésta, sino, sobre todo, de la expresión de un impulso autoritario, de otra señal preocupante del nuevo purismo oficial.
La satanización de la diferencia empieza a manosear uno de sus combustibles más inflamables: el nacionalismo.
Estamos ante la promoción de un nuevo sentido de la autenticidad, de la legitimidad de origen, ligado a la fidelidad política. Más que vivir en el estallido popular que nutre las revoluciones, la sociedad venezolana parece estar siendo re-moralizada constantemente desde el poder. Promover una nueva concepción de lo bueno y de lo malo, en términos políticos y sociales, parece ser una de las urgencias fundamentales de poder.
Cada vez son más ejército y menos gobierno.
Las revoluciones verdaderas, por el contrario, tienen la condición genética de la irreverencia. Desean reinventarse, producir explosiones simbólicas, arrasar con el peso de todas las solemnidades existentes. Por eso más aún, resulta inexplicable esta suerte de ataque de mojigatería patria, esta histeria de señoronas que se aterran ante una mosca desnuda. Luce ridículo tanto aspaviento frente a una protesta callejera y pasajera, provisional, sin otra intención que darle forma a un descontento.
En el fondo, los que quedan mal son ellos. El desespero del censor suele, casi siempre, desnudarlo, mostrar sus debilidades, su patetismo ¿Qué amenaza puede representar una bandera parada de cabeza frente a las grandes emergencias del país? ¿Cómo alguien que, cada dos por tres, invoca el peligro de una invasión o el riesgo inminente de un magnicidio, reacciona así frente a una bandera volteada? ¿Qué carajo importa que, por unas horas, ondée en una calle el rojo, azul y amarillo, si durante todas las semanas, en muchas otras calles, ondea más bien el duelo de las balas perdidas y de las rayas de tiza sobre el asfalto? La inversión de los signos, además, es una tradición de la historia de la cultura, va más allá de cualquier supuesta estrategia conspirativa. Casi es un lugar común, una recurrencia civilizatoria.
Siempre hay otro, en cualquier lugar y en cualquier tiempo, que entiende que la vida de pronto está al revés.
El siglo de Oro, para citar tan sólo una referencia cercana en el ámbito español, con Quevedo a la vanguardia, hizo de esta voltereta un arte.
Una letrilla, atribuida a Góngora, termina así " Todo el mundo irá al revés,/ el bazar será subir,/ valdrá barato el mentir,/ reinará el interés". Ni entonces, ni ahora, estos versos pueden ser una herejía.
Los diputados no deberían caer en la tentación de convertirse en los conserjes simbólicos del poder. Más tempra no que ta rde, no tendrán ya, entonces, otra justificación que esa diminuta faena policial. Es un papel incómodo, sin duda.
Sobre todo porque no debe resultar sencillo convivir con toda incoherencia.
No olvidemos que, en esta misma revolución, gracias a una ocurrencia de la hija del Presidente, la Asamblea Nacional, de golpe y sin demasiados debates, decidió aprobar un cambio en el caballo de escudo nacional. Se trataba de un problema de fondo, de densidad ideológica: el animal miraba hacia el lado incorrecto. Se trataba, sin duda, de una inapelable emergencia nacional.
Fue un gran homenaje colectivo y bolivariano a la Venezuela Saudita. Fue un remake sorprendente de la euforia petrolera del primer Carlos Andrés Pérez.
Nadie entonces pensó en el respeto a los símbolos, en el honor de las tradiciones, en las ofensas a la patria. Ese capricho personal se convirtió en historia. Y fue auténtico, fue legítimo, fue bueno.
La bandera nacional es lo de menos. Todos vivimos al revés.
Diario El Nacional
Esto de ver y escuchar al diputado Dugarte proponer, en la A sa mblea Nacional, que se aumenten "sustancialmente" las sanciones en contra de quienes usen indebidamente los símbolos patrios, es casi un furtivo homenaje a Salvador Dalí. El surrealismo del siglo X XI está en su mejor momento. En el país donde la suma de asesinatos es un brutal mareo diario, los representantes del pueblo reúnen angustias alrededor de una supuesta ofensa a la bandera nacional. "La patria es el hombre", cantaba, en cambio, Alí Primera.
Pero también el gobierno, delatando al menos alguna de sus prioridades, se ha dedicado a distribuir en todo los canales de televisión una propaganda donde, a ritmo de parranda, se asegura que todo aquel que ponga la bandera boca abajo es un villano, un bichito sin cédula de identidad, un traidor que "no quiere a Venezuela", que "ofende al país entero". No sólo se trata de una reacción evidentemente desproporcionada ante una manifestación popular, sea cual sea el origen de ésta, sino, sobre todo, de la expresión de un impulso autoritario, de otra señal preocupante del nuevo purismo oficial.
La satanización de la diferencia empieza a manosear uno de sus combustibles más inflamables: el nacionalismo.
Estamos ante la promoción de un nuevo sentido de la autenticidad, de la legitimidad de origen, ligado a la fidelidad política. Más que vivir en el estallido popular que nutre las revoluciones, la sociedad venezolana parece estar siendo re-moralizada constantemente desde el poder. Promover una nueva concepción de lo bueno y de lo malo, en términos políticos y sociales, parece ser una de las urgencias fundamentales de poder.
Cada vez son más ejército y menos gobierno.
Las revoluciones verdaderas, por el contrario, tienen la condición genética de la irreverencia. Desean reinventarse, producir explosiones simbólicas, arrasar con el peso de todas las solemnidades existentes. Por eso más aún, resulta inexplicable esta suerte de ataque de mojigatería patria, esta histeria de señoronas que se aterran ante una mosca desnuda. Luce ridículo tanto aspaviento frente a una protesta callejera y pasajera, provisional, sin otra intención que darle forma a un descontento.
En el fondo, los que quedan mal son ellos. El desespero del censor suele, casi siempre, desnudarlo, mostrar sus debilidades, su patetismo ¿Qué amenaza puede representar una bandera parada de cabeza frente a las grandes emergencias del país? ¿Cómo alguien que, cada dos por tres, invoca el peligro de una invasión o el riesgo inminente de un magnicidio, reacciona así frente a una bandera volteada? ¿Qué carajo importa que, por unas horas, ondée en una calle el rojo, azul y amarillo, si durante todas las semanas, en muchas otras calles, ondea más bien el duelo de las balas perdidas y de las rayas de tiza sobre el asfalto? La inversión de los signos, además, es una tradición de la historia de la cultura, va más allá de cualquier supuesta estrategia conspirativa. Casi es un lugar común, una recurrencia civilizatoria.
Siempre hay otro, en cualquier lugar y en cualquier tiempo, que entiende que la vida de pronto está al revés.
El siglo de Oro, para citar tan sólo una referencia cercana en el ámbito español, con Quevedo a la vanguardia, hizo de esta voltereta un arte.
Una letrilla, atribuida a Góngora, termina así " Todo el mundo irá al revés,/ el bazar será subir,/ valdrá barato el mentir,/ reinará el interés". Ni entonces, ni ahora, estos versos pueden ser una herejía.
Los diputados no deberían caer en la tentación de convertirse en los conserjes simbólicos del poder. Más tempra no que ta rde, no tendrán ya, entonces, otra justificación que esa diminuta faena policial. Es un papel incómodo, sin duda.
Sobre todo porque no debe resultar sencillo convivir con toda incoherencia.
No olvidemos que, en esta misma revolución, gracias a una ocurrencia de la hija del Presidente, la Asamblea Nacional, de golpe y sin demasiados debates, decidió aprobar un cambio en el caballo de escudo nacional. Se trataba de un problema de fondo, de densidad ideológica: el animal miraba hacia el lado incorrecto. Se trataba, sin duda, de una inapelable emergencia nacional.
Fue un gran homenaje colectivo y bolivariano a la Venezuela Saudita. Fue un remake sorprendente de la euforia petrolera del primer Carlos Andrés Pérez.
Nadie entonces pensó en el respeto a los símbolos, en el honor de las tradiciones, en las ofensas a la patria. Ese capricho personal se convirtió en historia. Y fue auténtico, fue legítimo, fue bueno.
La bandera nacional es lo de menos. Todos vivimos al revés.
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