Ipso Facto
Cuando uno escucha a ciertos personajes que el país suponía juristas soltar con pasmosa tranquilidad que “sólo Hugo Chávez conoce el contenido final de la Constitución”, es imposible que no venga a la mente aquél episodio de la historia alemana cuando, una mañana de julio de 1934, apareció Hermann Göering (Presidente del Reichstag y Comandante en Jefe de la Luftwaffe) en la prensa afirmando en declaraciones que “el derecho y la voluntad del jefe –de Hitler- eran una única y misma cosa”. Es decir, que los actos ejecutados por Hitler o mandados a ejecutar por él, eran legales ipso facto. Así lo creían ambos y así les convenía creerlo porque era la única manera de comenzar a dar señales inequívocas de hasta donde estaban dispuestos a llegar en función de consolidar la situación política.
Pero también se produjo otra señal inequívoca: hasta ese momento el respaldo entusiasta al Reich y el ascendiente de Hitler sobre el público estaban blindados. No obstante, ese hecho instaló una semilla de inquietud en el ánimo de las gentes. Eugenio Xammar, periodista de leyenda de Cataluña, para la época destacado en Berlín reseñó así la jornada: “Sigue en pie el edificio del régimen, pero han aparecido las primeras grietas en las paredes y las columnas del templo, y del rostro de los dioses ha desaparecido el pliegue de la sonrisa”.
Tampoco podemos dejar de pensar en nuestra propia historia. En Venezuela mandamases abusadores y tiranos han estirado, encogido, torcido y enderezado la Constitución cual plastilina para moldear una legalidad a su conveniencia. Baste recordar cómo Gómez introdujo media docena de reformas y armó cuatro Constituciones, con la complicidad de un Congreso faldero. Todo porque les hace falta el paravan de legalidad para que no parezca que cometen delito. Pero también recordamos la manera en que se han esfumado del escenario, todos de manera muy poco honrosa cuando no trágica. Para siempre de muy ingrata recordación.
La gente sabe que cuando existen leyes y ellas son el marco de la convivencia, las turbulencias son manejables; pero cuando asuntos como la confección de una Constitución, que rige la manera cómo discurre la vida en un país y se relaciona una sociedad se mantienen bajo el brazo de un solo hombre, entonces sí que se borra el pliegue de la sonrisa. Más grave si se tiene la certeza de que el individuo en cuestión acostumbra confiscar derechos, secuestrar poderes e inutilizar instituciones y, de paso, acaricia la idea de gobernar sin término, no importa si lo llaman reelección indefinida o “contínua”. Entonces lo que refleja el rostro de los dioses es el rictus amargo de la condena popular, porque ya las grietas que carcomen este “edificio” tienen larga trayectoria.
Pero lo más serio, por lo que tiene de perverso y degenerado, es cuando quienes deben hacer justicia y velar por ella, son precisamente los que voluntariamente atentan contra las garantías que ella debe ofrecer y preservar. Algo huele a podrido cuando eso ocurre. Están facilitando con la mayor desverguenza el que la Constitución se reforme para que todo lo que Chávez resuelva sea legal ipso facto, ante todo, permanecer en el poder hasta que le venga en gana. Son los juristas del cinismo. Es contra natura que la justicia se pliegue a un régimen y aberrante su genuflexión ante un Poder Ejecutivo que ha demostrado suficientemente su desprecio por la dignidad del ciudadano al desconocer otros poderes que le den balance. No hay revolución que justifique semejante cinismo, ni Ley Habilitante que pueda colocarse por encima de la potestad de los venezolanos a decidir nuestro destino. El único jefe es el Soberano. Los poderes, del Presidente hacia abajo, son una delegación del ciudadano para gerenciar el gobierno, no una cesión de derechos. Es un acto ilegítimo y como tal hay que enfrentarlo, jamás convalidarlo.
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